viernes, 31 de enero de 2014

Capítulo 37

Sin fuerza
A
cada paso que daba, las hojas secas crujían bajo mis pies, como si el otoño quisiese demostrarme que estaba allí, conmigo. El viento gélido era más notable hoy que los otros días, cosa que agradecí en cierto modo; así podía intentar engañarme a mí misma haciéndome creer que era el frió lo que me hacía temblar y no el miedo o los nervios.
Me detuve.
«¿Estás segura de lo que haces?», inquirió una vocecita en mi cabeza. Me mordí el interior de la mejilla al tiempo que otra voz replicaba «En absoluto, pero tengo que hacer algo».
Y, tras esos pensamientos, retomé mi marcha y avancé los escasos diez pasos que me separaban de mi destino. En esos diez crujidos de hojas secas, las ya desnudas ramas de los árboles se fueron desenredando para dejar a la vista un lugar en el que no crecían árboles, como si fuese demasiado especial como para romper aquella perfecta calma con una de esas grandes plantas. Todavía no había anochecido, pero por la cercanía del invierno el sol estaba bajo y el bosque que bordeaba el claro proyectaba su sombra sobre él, restándole parte de la alegría habitual pero sumándole misterio e, incluso, elegancia.
En el centro del descampado, vi una figura que era como el claro: menos alegre que normalmente, pero misteriosa y elegante.
Me obligué a caminar, intentando disimular lo intimidada que me sentía. Samuel estaba allí, tan cerca… y yo no sabía qué debía sentir. Él también avanzó hacia mí, con expresión indefinida. Intenté imitarle, para que no notase mis dudas. Estábamos frente a frente y yo me mordí el labio con un titubeo, odiándome por ser tan indecisa en los momentos en los que más necesitaba saber qué hacer. En mi mente había planteado todas los desenlaces que se me habían ocurrido para ese momento; desde gritarle y quedarme sin voz, hasta derrumbarme a llorar, pasando (¿para qué mentir?) por una reconciliación. Pero no me veía capaz de hacer nada, ni siquiera llorar, así que agradecí que fuese él quien hablase primero:
—Kat —dijo, y me sorprendí al ver que su voz temblaba —, has venido.
Quería decirle que sí. Quería decirle que estaba allí y que quería una explicación. Quería hablarle de lo mucho que me había dolido su traición. Pero lo único que hice fue asentir.
Sus ojos buscaron los míos y, aunque al principio intenté evitarlo, acabé por enfrentarme a ellos. Y en su mirada lo vi: pena, arrepentimiento, morriña. Pero había aprendido a no confiar en una mirada, porque esos ojos ya me habían engañado una vez. Y no lo harían dos. No había ido allí para dejarme arrastrar de nuevo por él.
Hice amago de enderezar mi postura para aparentar decisión, pero lo que hizo me descolocó. Se acercó más a mí, muy despacio, como si quisiese demostrar que  no tenía malas intenciones y me abrazó con suavidad. Me sentía como si estuviese conociendo a un nuevo Samuel, diferente a todas las versiones anteriores de él con las que me había encontrado. Sus movimientos no eran firmes y decididos, sino que se movía con lentitud y vacilación, como si temiese dar un paso en falso que lo arruinase todo. Mis brazos le rodearon sin mucha seguridad, casi sin tocarle.
—Hay muchas cosas que debes contarme —dije con toda la convicción posible, mientras me separaba de él.
—Es largo.
—En ese caso —me esforcé en que mi voz no sonase dura. “Estás aquí para arreglar las cosas”, me recordé —, será mejor que vayamos a sentarnos.
Una vez acomodados al borde del claro, con las espaldas apoyadas en el tronco de un árbol, guardé silencio, esperando a que comenzase las explicaciones. Tardó un rato en hablar y durante eses momentos solo pude escuchar el latido de mi corazón tras las orejas. Finalmente comentó:
—Estás tensa, Kat… —tenía razón; tenía las piernas dobladas, una contra el pecho y la otra ligeramente separada, y las palmas de las manos apoyadas contra el suelo con fuerza. Todos mis músculos estaban en tensión, listos para empujar mi cuerpo hacia arriba en caso de necesitarlo. Le miré, sin saber qué decir —. Puedes relajarte. No voy a hacerte nada.
—No puedes pretender que esté tranquila —gruñí, con los dientes apretados —. Me traicionaste. Yo… —callé, incapaz de seguir hablando. Me ardían los ojos y parpadeé con violencia para contener las lágrimas. No quería llorar; no quería parecer débil.
Pero lo era.
—Lo sé. Y lo siento.
—Eso n… eso no basta —mascullé.
Samuel soltó un suspiro por lo bajo.
—Sé de sobra que no basta, que necesitas una explicación. Pero antes de dártela, necesito decirte otra cosa —hizo una parada, como si esperase que yo aportase algo, pero ante mi silencio, continuó —: quiero darte las gracias por haber venido a hablar conmigo. Sé que podrías haberte mantenido alejada, o haber venido con alguien. Pero confié en ti y todavía lo hago. Ahora estará en tu mano decidir si me crees o no, pero hagas lo que hagas, al menos sabré que pude decirte todo lo que tenía que decirte. Y también quiero que sepas… que me iré de aquí, si es lo que quieres. No volverás a saber de mí.
Le miré un segundo. Fue un largo segundo, en el que más sensaciones de las que pude asimilar atravesaron mi cuerpo. Asentí con la cabeza, para darle a entender que estaba dispuesta a escuchar su explicación.
Pero su explicación no llegó.
Me atrevería a aventurar que Samuel todavía no era completamente consciente de lo que pasaba cuando, en un acto reflejo, desplegó las alas y se levantó de un salto. Sin embargo, ya era demasiado tarde, porque otros dos cuerpos alados se lanzaron contra él, derribándole.
Gracias a mi postura de tensión, no tardé en alejarme corriendo unos metros. Entonces me detuve y observé a mi padre y a mi hermano inmovilizar a Samuel en el suelo, mientras él se retorcía con desesperación inútilmente. Cuando mi hermano reventó una pequeña bolsa de cenizas de árbol de fuego y estas cayeron sobre Samuel, el chico gritó con fuerza y vi como su piel enrojecía y como sus movimientos se hacían más débiles a medida que perdía la fuerza. Todo era un revoltijo de plumas blancas y negras. Mi hermano me vio quieta y me gritó:
—¡Vete!
Tardé un rato en asimilar lo que me dijo, porque mi atención se había centrado en otras palabras: las que Samuel, tras lanzarme una fugaz mirada desenfocada y teñida de rabia y dolor, pronunció a duras penas.
—Yo confiaba en ti.

Lo único que podía hacer era llorar y hasta yo misma empezaba a aburrirme de mis lágrimas. Me pregunté si podría acabarlas algún día, si sería capaz de afrontar las cosas con más valentía. Era irónico que me dedicase a pensar en ello en un momento como aquel, pero  lo prefería a pensar en que había conseguido atrapar a Samuel. “Debería alegrarme de ello, al fin y al cabo, fue mi decisión. ¿Por qué estoy llorando?”, me repetía la misma pregunta una y otra vez, y cuando estaba a punto de dar con alguna respuesta, la voz de otra persona respondía por mí dentro de mi cabeza. “Todavía le quieres”.
Mi teléfono móvil comenzó a vibrar dentro de mi bolsillo. Me enjugué las lágrimas y respiré profundamente antes de contestar.
—Hola, Nathan.
—¿Estabas llorando?
Fruncí el ceño y cerré los ojos con fuerza, asombrada de lo fácil que le había resultado adivinarlo. Creía haberlo disimulado bien, pero había ciertas personas a las que nunca podría engañar con facilidad y Nathan estaba entre ellas.
—Sí —admití con resignación.
—Si te pillo en mal momento hablamos luego… —se apresuró a decir mi amigo.
—No, tranquilo. No me viene mal pensar en otras cosas.
Hubo un silencio al otro lado de la línea y finalmente, escuché:
—¿Necesitas hablarlo?
Ahora fui yo quien calló.
—Necesito olvidarlo —dije finalmente, y tuve que sorberme la nariz para reprimir un llanto.
—Quedemos. Iba a llamar al resto del grupo, pero no pareces estar mucho para fiestas.
—Llámalos si quieres. Así me distraeré más —esbocé una amarga sonrisa y una lagrimita se escapó por la comisura de mi ojo.
Pusimos una hora y un punto de encuentro y, un rato después, los dos nos habíamos reunido en una calle cercana a su casa. Yo ya no lloraba, pero me sentía apagada y tenía la sensación de que mi cuerpo pesaba más de lo normal. Nathan me abrazó y yo me agarré a él como si fuese mi único asidero en medio de un huracán. Y, en cierto modo, así era.
Me dijo que Alison, Oliver y Simon irían más tarde a su casa, porque ahora tenían cosas que hacer, y que Cassie no podía quedar hoy.
—¿Le dijiste que venía yo? —pregunté.
—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?
Le expliqué que habíamos discutido y que posiblemente por eso no había venido, pero me apresuré a aclarar que esperaba que las cosas se estabilizasen pronto, y la expresión de preocupación de su cara se hizo más suave.
—A Samuel —dijo entonces —no lo he llamado. Hace mucho que no sé nada de él y… bueno, pensé que podría ser por algo relacionado con él por lo que llorabas.
Apreté los dientes e intenté controlar el ritmo de mi respiración para no parecer incómoda.
—Sí que tiene algo que ver.
Mi amigo asintió, mirando justo por delante de donde caminaba.
—¿Estás segura de que no quieres hablar de ello? —inquirió, dirigiendo su mirada hacia mí y levantando una ceja.
—Más que segura.
Nathan me pasó un brazo por los hombros y me resultó más reconfortante de lo que cabría esperar. Mientras caminábamos hacia su casa, la gente nos miraba con esa cara que se pone cuando ves a una pareja de jóvenes enamorados por la calle. Incluso nos cruzamos con unos chicos de nuestro instituto que nos lanzaron varias miradas de reojo mientras cuchicheaban por lo bajo, discutiendo, supuse, sobre si volvíamos a estar juntos o no.
No les culpaba por su confusión, porque mi relación con Nathan no era fácil de describir. Era más que mi amigo, más que mi mejor amigo; pero había desaparecido todo rastro de amor (en el sentido romántico de la palabra) que pudiese haber existido entre nosotros. Recordé la expresión “ser como hermanos”. Dada mi relación con Isaac, nunca había encontrado mucho sentido a como la gente la interpretaba, pero en ese momento comprendí que a aquello era a lo que se refería la gente cuando la utilizaba.

Estaba acurrucada en mi cama, envuelta en mantas y oscuridad. El resto de la tarde había sido exactamente lo que había pretendido: una distracción. Cuando ya éramos cinco en la casa de Nathan, las alegres conversaciones me impidieron pensar en cualquier otra cosa y, por encima, me habían dejado lo suficientemente cansada como para poder dormirme rápidamente sin atormentarme con mis pensamientos antes. Así que, antes de que los recuerdos me atacasen, cerré los ojos y me dormí.
A la mañana siguiente descubrí que no había servido de nada, porque durante toda la noche había soñado con Samuel. Al bajar a desayunar, mi madre, que estaba en la cocina, me dijo que me llevaría ella al instituto. No hice preguntas, ni siquiera al comprobar que mi hermano no iría.
La mañana pasó lenta y desesperantemente. En mi cabeza bullían miles de posibilidades de lo que papá e Isaac podrían haber hecho con Samuel. Podría estar muerto, o apunto de estarlo. Podría tener las respuestas a todo o podría no tener nada. ¿Cómo saberlo? Nunca estaba al tanto de lo que ocurría. Era la débil de aquella lucha, simplemente, no tenía fuerza en ello.
Mi ánimo mejoró un poco al ver que Cassie me hablaba como siempre, como si hubiese olvidado nuestra discusión. Me preguntó varias veces si estaba bien, a lo que respondí con un encogimiento de hombros, porque no me veía capaz de hablar de ello y tenía miedo de que volviese a enfadarse.
Por fin, sonó el último timbre y me reuní con mi madre, que había venido a buscarme. Cuando llegamos a casa, tuvimos un extraño recibimiento. En la mesa de la cocina, esperando nuestra llegada, Isaac ojeaba el periódico.
—Isaac —dijo mi madre con tono de sorpresa, lo que hizo que él levantase la vista.
Yo me quedé callada a un lado, porque sabía por experiencia que no respondería a mis preguntas. Porque en momentos como aquellos, solo los que tenían fuerza tenían información y yo no era fuerte. Últimamente parecía ser una de las pocas cosas que me preocupaban, como si me hubiese cansado de mi propia debilidad. Pero no podía hacerme más valiente de un día para otro y, mientras que no lo consiguiese, seguiría sin fuerza.
Los fríos ojos de Isaac se clavaron en mí y gruñó, tiñendo de veneno sus palabras:
—Es ese ángel. Hemos probado todo para hacerle hablar, pero… —vaciló e incluso apartó la vista —dice que solo hablará contigo.
Me quede de piedra un par de segundos y el primer pensamiento que cruzó mi mente fue que, tal vez, tuviese más fuerza en aquel asunto de lo que creía.

5 comentarios:

  1. Ay, ay, ay... ¿Cuándo estarán bien las cosas entre Samuel y Kat? ¿Y el resto del mundo? Todo está echo un caos. La pobre Kat no puede más, le necesita y él a ella. Qué trágico. Quiero que vuelvan :(
    ¿Y ahora que quiere decir Samuel? ¿Querrá terminar de hablar e intentar arreglar las cosas? asdfghj
    Un beso!

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  2. Por favor, sube pronto D: Necesito saber que Samuel se arrepiente de verdad y que la quiere... :(

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  3. Madre mía!! Primero lo de Samuel, me da pena en realidad, porque quiero que todo se arregle entre ellos y que todo esté bien...
    Me encanta Nathan, es un gran amigo y una persona de confianza para Kat, por lo menos así lo veo yo. Pero nunca los vería juntos (otra vez), son más cómo hermanos sí :).
    Y haber ahora qué pasa, espero que Samuel se explique por fin.
    Besitos :)

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  4. Que lío con todo... La verdad es que ya no tengo opinión sobre Samuel, a veces creo que es bueno pero otras que está fingiendo.. no sé... A ver ahora lo que le quiere decir.. Espero que kat consiga recuperar fuerzas, que está tan destrozada por todo lo que está pasando...

    Sigue así.

    un besooo

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  5. Te juro por dios que casi lloro cuando Sam habla con Kat. Son hkjdagdj... Perfectos jajaja

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