Haciendo tiempo
E
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n el techo de mi
habitación había manchas de humedad. Parecía que llevaban allí un tiempo y, sin
embargo, nunca las había visto. Solo en ese momento, que me detenía mirar el
techo, tumbada sobre la cama y esforzándome en no pensar en nada, podía apreciarlas.
Empecé a unir las manchitas oscuras, intentando formar dibujos con ellas. Era
una actividad estúpida, pero necesitaba mantenerme absorta con algo, cualquier
cosa era mejor que pensar en lo que acababa de descubrir. Pero mis ojos, empapados en lágrimas que no
llegaban a derramarse, me impedían ver las marcas oscuras con nitidez.
No
quería pensar, porque eso me hacía tener miedo. Y el propio miedo me asustaba,
estaba harta de sucumbir a mis fantasmas interiores. Pero, como ya había descubierto cierto tiempo
atrás, ellos eran más fuertes que yo; las preguntas turbaban mis pensamientos
por más que yo intentase evitarlo.
No
sabía lo que había de cierto en la historia que Samuel me había contado. Y, lo
que era peor, no había forma de descubrirlo. «Tendrás que confiar en mí», había
dicho. Pero, ¿cómo iba a confiar en alguien que ya me había traicionado y que
me había hecho tanto daño? Y, por otro lado, ¿por qué estaba tan desesperada
por encontrar argumentos a su favor? No quería admitir que le quería y que él
seguía jugando con mis sentimientos.
«¿Y
si no está jugando, Kat? ¿Y si lo decía de verdad?»
Antes
de que pudiese llegar a asimilar ese pensamiento, escuché unos pasos por el
pasillo y me apresuré a coger un libro que tenía a mano, para fingir que no me
sentía tan perdida como realmente lo estaba. Las pisadas, rápidas y fuertes
como el latido de mi corazón, se pararon ante mi puerta, que se abrió sin que
nadie llamase.
—¿Qué
haces aquí, princesita? —dijo mi hermano. Sus palabras reflejaban diversión,
pero en sus ojos había un brillo de seriedad que no pasé por alto. Me limité a
mirarle, sin responder, esperando a que dijese algo más. Él interpretó mi
silencio de la manera adecuada y añadió —: ¿Cuánto hace que estás aquí?
—Un
rato —respondí ambiguamente, porque, en realidad, no sabía cuánto tiempo había
pasado allí tumbada sin hacer nada.
Él
frunció el ceño y, sin decir nada, salió un segundo al pasillo y llamó a mi
padre a gritos. Volvió a entrar en la habitación, mientras escuchábamos los
pasos de mi padre en el piso inferior.
—¿Estás
bien? —preguntó con escepticismo. Asentí con firmeza, pero Isaac no parecía
satisfecho con la respuesta —. ¿Estás segura? —insistió.
—Claro
—mentí —, ¿por qué no iba a estarlo?
Justo
antes de que mi padre irrumpiese en la habitación, masculló:
—Tienes
el libro del revés.
Dejé
el libro sobre la cama para evitar que mi padre reparase también en mi error,
mientras sentía como me sonrojaba. Si bien, no tuve mucho tiempo para pensar en
ello, porque mi padre me llamó:
—Katrina,
¿por qué no has venido a hablar con nosotros en cuanto subiste? ¿No te quedó
claro que tenías que decírnoslo?
En su
tono de voz, más alto de lo estrictamente necesario, podía adivinarse una
reprimenda que preferí ignorar. Me encogí de hombros, restándole importancia al
asunto, y respondí con voz fingidamente tranquila:
—No
me acordé. De todos modos, tampoco había nada realmente interesante que contar…
—¿Qué
te dijo, Katrina? —me cortó.
Yo me
mordí el labio. ¿Por qué dudaba? ¿Por qué no le contaba todo lo que él me había
dicho? ¿De dónde salía aquel extraño afán de encubrirle? Pero ya había tomado
una decisión. Nunca llegué a saber si fueron mis sentimientos hacia Samuel o
mis ansias de ser yo quien, por una vez, tuviese la información al completo y
la manejase a antojo propio lo que me hizo decir:
—Cuando
le preguntaba por cualquier cosa, se evadía del tema. Me decía que no sabía
nada, que él solo estaba aquí para empezar de cero. Pero no le creo, estoy
convencida de que oculta algo.
No
estaba, ni de lejos, convencida de nada. Pero precisamente, eran esas dudas las
que me obligaban a buscar más tiempo para pensar. No podía decirles la verdad a
mi padre y a mi hermano, ni nada que les hiciese creer que esto se había
acabado. Porque una verdad fría, dura y clara como un diamante de hielo pulido,
resonaba en mi cabeza dolorosamente: en el momento en el que Samuel no pudiese
aportar nada más, su vida llegaría a su fin. Y cada vez me veía menos capaz de
consentirlo.
—Lo
hemos intentado por las buenas…. —masculló Isaac. Dejó la frase en el aire,
pero no era necesario que la acabase. “…y ahora toca intentarlo por las malas”.
Papá
e Isaac intercambiaron una mirada, cargada de un significado que yo no pude
identificar por completo, asintieron y salieron de la habitación, sin decir más
que:
—Está
bien, Katrina. Olvídate de él, nosotros nos encargamos.
En
cuanto la puerta de mi habitación se cerró, bufé con fuerza. Olvidarme de él,
como si fuera tan fácil. Barajé la posibilidad de volver a tumbarme en la cama,
sin hacer nada, pero la deseché al momento. Necesitaba mantenerme ocupada,
abstraerme durante un rato de todo lo que me rodeaba. Mis dientes rechinaron,
mostrando mi irritación. No entendía como podía costarme tanto hacer algo que
antes hacía sin darme cuenta.
Entonces,
mis ojos cayeron sobre la libreta en la que solía dibujar. Con una repentina
decisión, me dirigí al escritorio. Puse la música muy alta, para que pudiese
acallar mis pensamientos, pero ni siquiera reparé en el cantante o la canción.
De todos modos, no me importaba.
Estreché
el cuaderno entre mis manos, sintiendo la textura de las hojas. Me obligué a
reprimir una sonrisa estúpida al darme cuenta de lo agradable que me resultaba
el mero contacto con el papel.
No
sabría decir cuánto tiempo estuve dibujando, cuántos dibujos hice, o qué
dibujé; pero cuando el rugido de mi estómago (no había comido nada desde el
desayuno) me resultó insoportable, caí en la cuenta de que el sol ya se había
fundido en su abrazo diario con el horizonte. Mis manos estaban manchadas del
gris de la mina del lápiz, pero no le di importancia. Es más, lo consideré algo
bueno. Por primera vez en mucho tiempo, había conseguido sentirme
despreocupada, como si el tiempo y las preocupaciones no pasasen por mí. Era
raro sentirse bien después de tanto tiempo.
Bajé
a cenar y me encontré con mi madre en la cocina. Me obligué a sonreírle para
que no se preocupase y, por una vez, no me resultó muy difícil.
Cenamos
viendo la televisión, mientras conversábamos con tranquilidad, como solíamos hacer
antes. “Antes… ¿antes de qué?”, me pregunté. ¿Qué había sido lo que me había
hecho dejar de dibujar y de charlar con mi madre? ¿Cuándo se había impuesto esa
norma de soledad y tristeza? Hasta el momento había culpado a los ángeles
negros de todo lo que estaba pasando, pero en ese momento también me culpé a mí
y eso me hizo sentir rabia. ¿Por qué siempre me daba cuenta de las cosas tan
tarde? ¿Por qué tendía a auto engañarme tanto? Sonreí amargamente ante la
ironía; estaba pensando en todo eso como si fuese un tema pasado y sin embargo,
algo en mi interior no me permitía estar tranquila, porque sabía que Samuel
estaba un piso por debajo.
Mi
madre, malinterpretando mi sonrisa cansada y la tristeza de mis ojos, murmuró,
mientras me agarraba una mano:
—Tranquila,
Kat. Pronto todo habrá acabado.
Intenté
parecer tranquila. Volvía a resultarme difícil sonreír de manera convincente.
—Sí.
Lo sé.
Al
día siguiente, en los pasillos del instituto, la gente bullía a mi alrededor
con tanta rapidez que mi adormilada mente no era capaz de asimilarlo.
—¿Kat,
me estás escuchando? —escuché de repente.
—¿Qué?
—pregunté, dando un respingo.
Nathan
sonrió mientras rodaba los ojos. Cassie
tomó la palabra:
—Hablábamos
de quedar mañana. Hace mucho que no hacemos noche de películas. ¿Te apuntas?
—¡Claro
que se apunta! —dijo Nathan en mi lugar, sonriendo de oreja a oreja —¿Cuándo se
ha visto una noche de pelis sin Kat?
Cassie
le empujó, fingiendo estar molesta por la interrupción y me miró levantando una
ceja. Me encogí de hombros.
—¿Por
qué no? —respondí.
—¡Genial!
Se lo diré a Alison —y se fue.
Dirigí
una mirada pesada a Nathan, mientras soltaba un suspiro.
—¿Es
en casa de Alison? —bufé.
Mi
amigo chasqueó la lengua y se encogió de hombros, porque sabía a qué me
refería, pero él no podía hacer nada.
—Oye,
yo tampoco adoro a la madre de Alison, pero intenta mirar las cosas por el lado
bueno, ¿qué es lo peor que puede hacer en la noche de películas?
Asentí
en señal de conformidad, pero no pude evitar poner los ojos en blancos.
Cualquiera diría que, después de unos siete años siendo amiga de Alison, ya
habría hecho buenas migas con su madre, pero no. De hecho ninguno de mis amigos
sentía gran simpatía hacia ella. Criticona, chillona y exageradamente estricta
eran buenos adjetivos para definir a la mujer. Incluso la misma Alison parecía
rehusarla en ocasiones.
Pero a pesar de eso, me sentía bien. Consideraba
una buena señal que la madre de Alison volviese a ser uno de mis problemas.
No irán a matar a Samuel ¿verdad? :(
ResponderEliminarEspero la noche de pelis :D
En este capitulo como que casi no pasa nada no? Ah y espero que no le pase nada a Samuel que es muy mono. A ver si Kat le.perdona
ResponderEliminarHola,encontre tu blog por casualidad y he de decir que me ha encantado,ahora he de leer todos los capitulos anteriores.
ResponderEliminarEspero que te pases por mi blog n.n
Un beso
Temo sus "...por las malas"
ResponderEliminarjaja.. pobre madre de Alison, seguro que no es tan mala persona.. jeje
un besooo