sábado, 21 de junio de 2014

Relato y pequeño aviso

¡Hola!
Sé que estoy tardando en empezar a subir los capítulos de las segunda parte y, en vista de que todavía tardaré un tiempo, os dejo este relato para no tener el blog abandonado.
Este relato, en realidad, fue un trabajo para el instituto. En clase de francés, por parejas, teníamos que escribir una historia sobre el amor (fue por San Valentín). Así que mi amigo y yo lo escribimos primero en español para luego traducirlo a francés. Aquí os dejo la versión original, con partes escritas por mí y partes escritas por él. (Agradecimientos a Pablo por dejar que suba la historia jajaja)
Y AVISO: la encuesta de la columna lateral, que antes no funcionaba, ya funciona. Si no habéis votado y queréis hacerlo, ya sabéis ;)
Y, sin más, el relato:

        Era una tarde de finales de invierno. Sobre la orilla de la playa, una joven caminaba lentamente. Sus pies se hundían sobre la arena aún húmeda, dejando sus solitarias huellas como el único testigo de aquel paseo. El entrechocar de las olas contra la costa apenas era un murmullo en su cabeza, que se había quedado olvidada en aquel restaurante. En el lugar en el que su vida se había hecho pedazos ante sus ojos.
    Después de aquello, su mente se había quedado aturdida, embotada, negándose a asimilar todo el dolor que sentía. Y el mar siempre  le había dado excusas para no pensar.
    Casi sin darse cuenta, la cadena dorada con el corazón engarzado que había llevado siempre consigo durante aquellos dos años se resbaló de entre sus dedos, suavemente. Como un suspiro, el objeto se clavó en el blando suelo, poniéndose a merced del flujo y reflujo de las olas, que lo llevarían muy lejos de allí. Sin embargo, aquel objeto que representaba esos dos años en los que había creído ser feliz se resistía a ser arrastrado por el mar. Parecía como si estuviese esperando que su dueña cambiase de opinión y lo recogiese de nuevo.
Con pasos indecisos, avanzó lentamente hacia la orilla y el agua gélida del mar mojó sus pies primero y sus piernas después, en una helada caricia de las olas. Se sentó, sin prestar atención a sus ropas, que se empapaban y ganaban peso, haciéndose más pesadas y privándola de movilidad. No le importaba, no necesitaba moverse. Cerró los ojos, sintiéndose más sumergida en un mar sufrimiento que en un mar de verdad. Un suspiro lastimero huyo de sus labios, intentando arrastrar con él un poco del dolor. Podía sentir las mejillas mojadas, aunque no sabría decir si era por las lágrimas o por  el agua del mar que le salpicaba el rostro. Pero nada importaba; ya no. Simplemente, se dejó arrastrar….
—¿Estás bien? ¿Puedes oírme? Por favor, responde…
La voz sonaba lejana, como si fuese parte del constante rumor que las olas producían con su vaivén, o como si una distancia insalvable existiese entre la chica y su interlocutor y ahogase su voz.
Ella se sentía destrozada por dentro, como si el aire le quemase los pulmones y sus músculos estuviesen demasiado agarrotados para responderle. Lentamente, abrió los ojos y los pocos rayos de luz de sol que conseguían filtrarse entre las espesas nubes le obligaron a entronarlos para poder distinguir lo que veía. A medida que se acostumbraba a la claridad, pudo distinguir la cara de un joven de piel bronceada. En su rostro, de rasgos rectos, podía verse una expresión amable, aunque su sonrisa tranquilizadora no alcanzaba a sus ojos castaños, que brillaban de preocupación.  Sobre la frente, en la que se había dibujado una pequeña arruga de intranquilidad, caían varios mechones de húmedo pelo dorado, desordenada pero elegantemente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, al ver que ella no respondía a su primera pregunta. Ella no supo que contestar y se quedó en silencio, mirando al desconocido mientras buscaba una explicación.
—Nada… —masculló.
Era fácilmente descifrable en la expresión del joven que no la creía y, sin embargo, no se veía con derecho a exigirle una respuesta mejor. El chico no apartaba sus ojos de la muchacha y ella notó como se ruborizaba, sobrecogida por lo profundo de su mirada. Ligeramente incómoda, inquirió:
—¿Quién eres?
Él sonrió y ella no pudo hacer menos que corresponderle el gesto. Con voz suave, dijo:
—Me llamo Aaron. ¿Tú eres…?
—Valerie.
Aaron se levantó y le tendió la mano. Valerie dudó un par de segundos antes de aceptar y, al estrechar su mano y sentir su cálido contacto, se estremeció. Aquel joven, lejos de producirle la desconfianza propia de los desconocidos, promovía en ella una extraña sensación de complicidad.
Tanto era así que, cuando quiso darse cuenta, se encontró paseando a su lado por la arena, a la espera de que sus ropas se secasen, y charlando con él más abiertamente de lo que lo había hecho nunca con la mayoría de sus desconocidos.
Y, cuando el sol comenzó a descender para fundirse en su diario abrazo con el horizonte, Valerie sintió que su ánimo se oscurecía como el cielo que se cernía sobre ellos. Había llegado el momento de la despedida, de separarse. Y, de la misma manera que la luna y las estrellas iluminan la bóveda celeste, las palabras de Aaron se convirtieron en un brillo de felicidad para la chica.
—¿Podríamos volver a vernos mañana?
Y, así, acordaron volver a verse, en aquella misma playa al día siguiente. 
Valerie caminaba con paso ligero por el mismo camino que había recorrido el día anterior, pero de manera diferente. Sus pisadas ya no eran un rastro de dolor, sino de nueva esperanza encontrada. Sonreía, pues no encontraba sentido a privarse de expresar la felicidad que sentía y tarareaba una canción alegre, como si quisiese poner banda sonora a aquel día. Pero cuando encontró a Aaron, descubrió que él también cantaba. Estaba de espaldas a ella y no reparó en su llegada; ella no se lo hizo notar. Permaneció en silencio, mientras él entonaba las delicadas palabras de una canción cuyas notas, así como la mirada del joven, se perdían a lo lejos, en las aguas. Silenciosamente, se sentó a su lado mientras él cantaba los últimos versos de aquella canción que tenían como único acompañamiento el suave siseo de las olas.
Aquella tarde hablaron menos que la tarde anterior. Simplemente cruzaban miradas cómplices de cuando en vez, antes de que sus miradas regresasen al mar. Los dos disfrutaban de la compañía del otro y eso era especialmente patente en la amistad que afloraba con rapidez entre ellos, en la cual podían distinguirse los suaves trazos de un cariño más profundo.
Y así pasó el tiempo entre ellos; minutos, horas, días. Caminando por la playa, conversando durante horas o, simplemente, sentados observando el mar, con el brazo de él sobre los hombros de ella.
Sus conversaciones abarcaban todo tipo de temas, desde cosas de poca o ninguna trascendencia  hasta los temores y las reflexiones más profundas de ambos jóvenes. Cada una de las palabras o de los gestos de Aaron hacían pensar a Valerie que aquel día había sido y sería diferente a cualquier otro que hubiese vivido. Sin embargo, no tardó en apreciar que había dos cosas que se repetían, día tras día. La primera era aquella canción, que Valerie había escuchado tantas veces que ya había conseguido memorizar; y la segunda, aquella extraña tendencia de Aaron a evadirse de todo lo tocante a su pasado.
Valerie había contado al chico toda su vida: de donde venía, donde estaba y a donde pensaba ir. Le había hablado de su familia y sus amigos. Pero, cuando cierto día había preguntado a Aaron de dónde venía, cuál era su pasado, todo lo que obtuvo por respuesta fue:
—Nada… No hay nada digno de destacar.
No fueron tanto sus palabras como la forma en la que lo dijo lo que llamó la atención de Valerie. Había sonreído para suavizar sus palabras, pero ella no pasó por alto que era un tema del que él no quería hablar. Temerosa de provocar una situación problemática en aquella paz que compartían, optó por callar. Si bien, todos los días se permitía preguntar un poco más, con la esperanza de obtener, en alguno de sus intentos, algo más que silencio como respuesta.
—Aaron… —le dijo en una ocasión —¿Qué escondes? ¿Por qué me ocultas cosas?
Él la miró a los ojos y luego tornó su vista al mar. Con expresión absorta murmuró:
—El mar… Es tan grande. Nunca nadie podrá alcanzar a descubrir todos sus peligros y, sin embargo, insistimos en mantenernos a su lado. En quererlo, incluso. No queremos ver que detrás de su lado hermoso existe un lado asesino. A veces, la gente habla de los ahogados: Dicen que el mar devuelve todo lo que no le pertenece y puede que así sea. Pero —añadió, volviendo a enfrentarse a la mirada de Valerie — te diré algo que pocos saben. Después de eso, el mar se arrepiente. Y llama de nuevo a aquello que había devuelto.
No fue hasta mucho tiempo después cuando comprendió la relación de sus palabras con la pregunta que ella había hecho. Pero en aquel momento no pudo exigir más explicaciones, porque se había perdido en los ojos del chico. Con sumo cuidado, el rodeó su cintura con un delicado abrazo y la besó. Aquel beso fue para Valerie una explosión de sensaciones. Todos sus sentidos vivían un frenesí de emociones que nunca había experimentado: Podía ver a Aaron, más cerca que nunca; escuchar el acelerado latido de sus corazones; oler su piel, que olía a mar; acariciar su torso e incluso saborearle.
Valerie hubiese dado cualquier cosa para que aquel momento durase eternamente, pero se acabó. Aquel suave contacto finalizó e Valerie se separó, sonrojada. No volvieron a hablar del tema esa tarde, sobraban las palabras. Arropados por las piedras y las dunas, pasaron el resto del día uno en compañía del otro, alimentándose de esa confianza.
Y, sin embargo, Valerie sentía que había algo que no iba bien, algo que privaba a aquel momento de la perfección.
Al día siguiente, volvió a la playa, como llevaba haciendo tiempo atrás. Cantaba para sus adentros la canción que había aprendido de Aaron pero su canción se vio truncada por la sorpresa al ver que Aaron no estaba en el lugar en el que habituaban quedar. Esperó un rato y después, aburrida, paseó por la playa en su procura.
Tampoco así lo encontró y comenzó a preocuparse. Sus pasos, antes tranquilos, eran ahora acelerados y nerviosos, como su respiración. Gritó su nombre, le pidió que viniese. Pero Aaron no aparecía y algo en lo más profundo de Valerie le decía que no aparecería. Corriendo, llego al lugar en el que habían estado al día anterior y, aunque el chico no estaba allí, se agachó para recoger una nota que descansaba sobre el suelo.  En las letras que habían sido cuidadosamente escritas sobre el papel, se podía leer:
Realmente me hubiese gustado poder decirte todo esto con palabras; me gustaría poder despedirme de ti como te lo mereces. Pero no me veo capaz de hacerlo, Valerie. Mi visita a este lugar se ha alargado más de lo debido, por una única razón, la misma que ha conseguido hacerme dudar en volver: tú. Sin embargo, sé que es lo que debo hacer. Yo no podría darte la vida que te mereces, ni aquí, ni el lugar del que procedo.
Sigue adelante, Valerie; hazlo sin mí. Encontrarás el lugar que te mereces.
Tuyo,
Aaron
P.D: He encontrado algo que te pertenece.

Y, mientras la chica estrechaba entre sus manos la conocida cadena dorada, una lágrima cayó sobre el papel. Quería ver Aaron, quería abrazarlo por última vez y preguntarle si volverían a verse algún día.
No se sentía con fuerza para moverse, para arrastrar el peso que ahora recaía en su corazón. Y con la imagen del chico en el corazón y su suave voz entonando las notas de la canción en la mente, lanzó una última mirada cargada de emoción al mar, y al chico que allí estaba.

 La anciana permanecía sentada sobre la arena, al abrigo de las dunas, contemplando el oleaje. De vez en cuando, de sus labios brotaba algún que otro suspiro solitario.
Unos metros más allá, una niña pequeña corría en su dirección. Iba descalza, y se había soltado las trenzas que su madre tan tozudamente le insistía en poner.
—¡Abuela, abuela! El abuelo dice que vengas pronto, que si no empezamos la cena sin ti.
En los ojos de la mujer se pudo apreciar un chispazo de emoción al referirse a su nieta.
—¿Y cómo sabíais vosotros que estaba aquí?
—Abuela, ¡pero si tú siempre estás aquí! Todo el día— le respondió la niña riendo.
La anciana cerró los ojos. Una sonrisa jugueteó en las comisuras de sus labios.
—Eres una niña muy lista, Marlene…— de pronto frunció el ceño, acentuando las arrugas de su frente- ¿qué llevas ahí guardado?
—Ah, ¿esto? —la niña se encogió de hombros—. Solo es una caracola que he encontrado por ahí… Es muy bonita. Ten.
Las finas manos de la pequeña se encontraron con las de la anciana, marchitas y arrugadas. Se llevó la caracola al oído, delicadamente. Un corazón dorado que llevaba prendido de su muñeca repiqueteó dulcemente.
 Los tibios rayos de sol se abrían paso por entre los nubarrones hasta lograr alumbrar el cetrino rostro de la mujer, que se había quedado helado. Había apoyado su otra mano en el corazón, el cual se había olvidado de latir por un instante.
Porque, aquella tarde de finales de invierno, después de tantos años, Valerie había vuelto a escuchar aquella canción.

2 comentarios:

  1. Me ha parecido muy bonito el relato. Enhorabuena a los dos! =)

    un besooo

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  2. Hola Laura! =)

    Precioso el nuevo diseño. Me encanta y mucho, la nueva cabecera.

    Que te contesto por aquí que por el twitter no te he encontrado y en mi blog quizás tardases en ver la contestación. =)

    La historia cuando la subí completa, la dejé durante un tiempo y después la desactivé, para corregirla tranquilamente (parecerá una tontería, pero así me siento más tranquila) Ya he avisado, arriba de los enlaces de los capítulos, que iba a permanecer inactiva durante un tiempo.

    No obstante, como tu me leía siempre y me comentabas muy sinceramente. Si quieres saber como continua (si tienes curiosidad) puedes o esperar a que suba la versión corregida y mejorada (que creo que voy a tardar bastante y puede que lo haga a amazón, pero ya veremos porque lo quiero hacer bien y no de cualquier manera) o si eso me puedes decir en donde te quedaste leyendo y puedo activar esas entradas por un tiempo, hasta que termines de leerla. (No tengo ningún problema con ello)

    Bueno, pues eso. Perdón y ya me dirás. ¿vale?

    Un besoooo

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