Sé que estoy tardando en empezar a subir los capítulos de las segunda parte y, en vista de que todavía tardaré un tiempo, os dejo este relato para no tener el blog abandonado.
Este relato, en realidad, fue un trabajo para el instituto. En clase de francés, por parejas, teníamos que escribir una historia sobre el amor (fue por San Valentín). Así que mi amigo y yo lo escribimos primero en español para luego traducirlo a francés. Aquí os dejo la versión original, con partes escritas por mí y partes escritas por él. (Agradecimientos a Pablo por dejar que suba la historia jajaja)
Y AVISO: la encuesta de la columna lateral, que antes no funcionaba, ya funciona. Si no habéis votado y queréis hacerlo, ya sabéis ;)
Y, sin más, el relato:
Era una tarde de finales de invierno. Sobre
la orilla de la playa, una joven caminaba lentamente. Sus pies se hundían sobre
la arena aún húmeda, dejando sus solitarias huellas como el único testigo de
aquel paseo. El entrechocar de las olas contra la costa apenas era un murmullo
en su cabeza, que se había quedado olvidada en aquel restaurante. En el lugar
en el que su vida se había hecho pedazos ante sus ojos.
Después de aquello, su mente se había
quedado aturdida, embotada, negándose a asimilar todo el dolor que sentía. Y el
mar siempre le había dado excusas para
no pensar.
Casi sin darse cuenta, la cadena dorada con
el corazón engarzado que había llevado siempre consigo durante aquellos dos
años se resbaló de entre sus dedos, suavemente. Como un suspiro, el objeto se
clavó en el blando suelo, poniéndose a merced del flujo y reflujo de las olas,
que lo llevarían muy lejos de allí. Sin embargo, aquel objeto que representaba
esos dos años en los que había creído ser feliz se resistía a ser arrastrado
por el mar. Parecía como si estuviese esperando que su dueña cambiase de opinión
y lo recogiese de nuevo.
Con
pasos indecisos, avanzó lentamente hacia la orilla y el agua gélida del mar
mojó sus pies primero y sus piernas después, en una helada caricia de las olas.
Se sentó, sin prestar atención a sus ropas, que se empapaban y ganaban peso,
haciéndose más pesadas y privándola de movilidad. No le importaba, no
necesitaba moverse. Cerró los ojos, sintiéndose más sumergida en un mar
sufrimiento que en un mar de verdad. Un suspiro lastimero huyo de sus labios,
intentando arrastrar con él un poco del dolor. Podía sentir las mejillas
mojadas, aunque no sabría decir si era por las lágrimas o por el agua del mar que le salpicaba el rostro.
Pero nada importaba; ya no. Simplemente, se dejó arrastrar….
—¿Estás
bien? ¿Puedes oírme? Por favor, responde…
La
voz sonaba lejana, como si fuese parte del constante rumor que las olas
producían con su vaivén, o como si una distancia insalvable existiese entre la
chica y su interlocutor y ahogase su voz.
Ella
se sentía destrozada por dentro, como si el aire le quemase los pulmones y sus
músculos estuviesen demasiado agarrotados para responderle. Lentamente, abrió
los ojos y los pocos rayos de luz de sol que conseguían filtrarse entre las
espesas nubes le obligaron a entronarlos para poder distinguir lo que veía. A
medida que se acostumbraba a la claridad, pudo distinguir la cara de un joven
de piel bronceada. En su rostro, de rasgos rectos, podía verse una expresión
amable, aunque su sonrisa tranquilizadora no alcanzaba a sus ojos castaños, que
brillaban de preocupación. Sobre la
frente, en la que se había dibujado una pequeña arruga de intranquilidad, caían
varios mechones de húmedo pelo dorado, desordenada pero elegantemente.
—¿Qué
ha pasado? —preguntó, al ver que ella no respondía a su primera pregunta. Ella
no supo que contestar y se quedó en silencio, mirando al desconocido mientras
buscaba una explicación.
—Nada…
—masculló.
Era
fácilmente descifrable en la expresión del joven que no la creía y, sin
embargo, no se veía con derecho a exigirle una respuesta mejor. El chico no
apartaba sus ojos de la muchacha y ella notó como se ruborizaba, sobrecogida
por lo profundo de su mirada. Ligeramente incómoda, inquirió:
—¿Quién
eres?
Él
sonrió y ella no pudo hacer menos que corresponderle el gesto. Con voz suave,
dijo:
—Me
llamo Aaron. ¿Tú eres…?
—Valerie.
Aaron
se levantó y le tendió la mano. Valerie dudó un par de segundos antes de
aceptar y, al estrechar su mano y sentir su cálido contacto, se estremeció.
Aquel joven, lejos de producirle la desconfianza propia de los desconocidos,
promovía en ella una extraña sensación de complicidad.
Tanto
era así que, cuando quiso darse cuenta, se encontró paseando a su lado por la
arena, a la espera de que sus ropas se secasen, y charlando con él más
abiertamente de lo que lo había hecho nunca con la mayoría de sus desconocidos.
Y,
cuando el sol comenzó a descender para fundirse en su diario abrazo con el
horizonte, Valerie sintió que su ánimo se oscurecía como el cielo que se cernía
sobre ellos. Había llegado el momento de la despedida, de separarse. Y, de la
misma manera que la luna y las estrellas iluminan la bóveda celeste, las
palabras de Aaron se convirtieron en un brillo de felicidad para la chica.
—¿Podríamos
volver a vernos mañana?
Y,
así, acordaron volver a verse, en aquella misma playa al día siguiente.
Valerie
caminaba con paso ligero por el mismo camino que había recorrido el día
anterior, pero de manera diferente. Sus pisadas ya no eran un rastro de dolor,
sino de nueva esperanza encontrada. Sonreía, pues no encontraba sentido a
privarse de expresar la felicidad que sentía y tarareaba una canción alegre,
como si quisiese poner banda sonora a aquel día. Pero cuando encontró a Aaron,
descubrió que él también cantaba. Estaba de espaldas a ella y no reparó en su
llegada; ella no se lo hizo notar. Permaneció en silencio, mientras él entonaba
las delicadas palabras de una canción cuyas notas, así como la mirada del
joven, se perdían a lo lejos, en las aguas. Silenciosamente, se sentó a su lado
mientras él cantaba los últimos versos de aquella canción que tenían como único
acompañamiento el suave siseo de las olas.
Aquella
tarde hablaron menos que la tarde anterior. Simplemente cruzaban miradas
cómplices de cuando en vez, antes de que sus miradas regresasen al mar. Los dos
disfrutaban de la compañía del otro y eso era especialmente patente en la
amistad que afloraba con rapidez entre ellos, en la cual podían distinguirse
los suaves trazos de un cariño más profundo.
Y
así pasó el tiempo entre ellos; minutos, horas, días. Caminando por la playa,
conversando durante horas o, simplemente, sentados observando el mar, con el
brazo de él sobre los hombros de ella.
Sus
conversaciones abarcaban todo tipo de temas, desde cosas de poca o ninguna
trascendencia hasta los temores y las
reflexiones más profundas de ambos jóvenes. Cada una de las palabras o de los
gestos de Aaron hacían pensar a Valerie que aquel día había sido y sería
diferente a cualquier otro que hubiese vivido. Sin embargo, no tardó en
apreciar que había dos cosas que se repetían, día tras día. La primera era
aquella canción, que Valerie había escuchado tantas veces que ya había
conseguido memorizar; y la segunda, aquella extraña tendencia de Aaron a
evadirse de todo lo tocante a su pasado.
Valerie
había contado al chico toda su vida: de donde venía, donde estaba y a donde
pensaba ir. Le había hablado de su familia y sus amigos. Pero, cuando cierto
día había preguntado a Aaron de dónde venía, cuál era su pasado, todo lo que
obtuvo por respuesta fue:
—Nada…
No hay nada digno de destacar.
No
fueron tanto sus palabras como la forma en la que lo dijo lo que llamó la
atención de Valerie. Había sonreído para suavizar sus palabras, pero ella no
pasó por alto que era un tema del que él no quería hablar. Temerosa de provocar
una situación problemática en aquella paz que compartían, optó por callar. Si
bien, todos los días se permitía preguntar un poco más, con la esperanza de
obtener, en alguno de sus intentos, algo más que silencio como respuesta.
—Aaron…
—le dijo en una ocasión —¿Qué escondes? ¿Por qué me ocultas cosas?
Él
la miró a los ojos y luego tornó su vista al mar. Con expresión absorta
murmuró:
—El
mar… Es tan grande. Nunca nadie podrá alcanzar a descubrir todos sus peligros
y, sin embargo, insistimos en mantenernos a su lado. En quererlo, incluso. No
queremos ver que detrás de su lado hermoso existe un lado asesino. A veces, la
gente habla de los ahogados: Dicen que el mar devuelve todo lo que no le
pertenece y puede que así sea. Pero —añadió, volviendo a enfrentarse a la
mirada de Valerie — te diré algo que pocos saben. Después de eso, el mar se
arrepiente. Y llama de nuevo a aquello que había devuelto.
No
fue hasta mucho tiempo después cuando comprendió la relación de sus palabras
con la pregunta que ella había hecho. Pero en aquel momento no pudo exigir más
explicaciones, porque se había perdido en los ojos del chico. Con sumo cuidado,
el rodeó su cintura con un delicado abrazo y la besó. Aquel beso fue para Valerie
una explosión de sensaciones. Todos sus sentidos vivían un frenesí de emociones
que nunca había experimentado: Podía ver a Aaron, más cerca que nunca; escuchar
el acelerado latido de sus corazones; oler su piel, que olía a mar; acariciar
su torso e incluso saborearle.
Valerie
hubiese dado cualquier cosa para que aquel momento durase eternamente, pero se
acabó. Aquel suave contacto finalizó e Valerie se separó, sonrojada. No
volvieron a hablar del tema esa tarde, sobraban las palabras. Arropados por las
piedras y las dunas, pasaron el resto del día uno en compañía del otro,
alimentándose de esa confianza.
Y,
sin embargo, Valerie sentía que había algo que no iba bien, algo que privaba a
aquel momento de la perfección.
Al
día siguiente, volvió a la playa, como llevaba haciendo tiempo atrás. Cantaba
para sus adentros la canción que había aprendido de Aaron pero su canción se
vio truncada por la sorpresa al ver que Aaron no estaba en el lugar en el que
habituaban quedar. Esperó un rato y después, aburrida, paseó por la playa en su
procura.
Tampoco
así lo encontró y comenzó a preocuparse. Sus pasos, antes tranquilos, eran
ahora acelerados y nerviosos, como su respiración. Gritó su nombre, le pidió
que viniese. Pero Aaron no aparecía y algo en lo más profundo de Valerie le
decía que no aparecería. Corriendo, llego al lugar en el que habían estado al
día anterior y, aunque el chico no estaba allí, se agachó para recoger una nota
que descansaba sobre el suelo. En las
letras que habían sido cuidadosamente escritas sobre el papel, se podía leer:
Realmente me hubiese gustado poder decirte todo
esto con palabras; me gustaría poder despedirme de ti como te lo mereces. Pero
no me veo capaz de hacerlo, Valerie. Mi visita a este lugar se ha alargado más
de lo debido, por una única razón, la misma que ha conseguido hacerme dudar en
volver: tú. Sin embargo, sé que es lo que debo hacer. Yo no podría darte la
vida que te mereces, ni aquí, ni el lugar del que procedo.
Sigue adelante, Valerie; hazlo sin mí.
Encontrarás el lugar que te mereces.
Tuyo,
Aaron
P.D: He encontrado algo que te pertenece.
Y,
mientras la chica estrechaba entre sus manos la conocida cadena dorada, una
lágrima cayó sobre el papel. Quería ver Aaron, quería abrazarlo por última vez
y preguntarle si volverían a verse algún día.
No
se sentía con fuerza para moverse, para arrastrar el peso que ahora recaía en
su corazón. Y con la imagen del chico en el corazón y su suave voz entonando
las notas de la canción en la mente, lanzó una última mirada cargada de emoción
al mar, y al chico que allí estaba.
La anciana permanecía sentada sobre la arena,
al abrigo de las dunas, contemplando el oleaje. De vez en cuando, de sus labios
brotaba algún que otro suspiro solitario.
Unos
metros más allá, una niña pequeña corría en su dirección. Iba descalza, y se
había soltado las trenzas que su madre tan tozudamente le insistía en poner.
—¡Abuela,
abuela! El abuelo dice que vengas pronto, que si no empezamos la cena sin ti.
En
los ojos de la mujer se pudo apreciar un chispazo de emoción al referirse a su
nieta.
—¿Y
cómo sabíais vosotros que estaba aquí?
—Abuela,
¡pero si tú siempre estás aquí! Todo el día— le respondió la niña riendo.
La
anciana cerró los ojos. Una sonrisa jugueteó en las comisuras de sus labios.
—Eres
una niña muy lista, Marlene…— de pronto frunció el ceño, acentuando las arrugas
de su frente- ¿qué llevas ahí guardado?
—Ah,
¿esto? —la niña se encogió de hombros—. Solo es una caracola que he encontrado
por ahí… Es muy bonita. Ten.
Las
finas manos de la pequeña se encontraron con las de la anciana, marchitas y
arrugadas. Se llevó la caracola al oído, delicadamente. Un corazón dorado que
llevaba prendido de su muñeca repiqueteó dulcemente.
Los tibios rayos de sol se abrían paso por
entre los nubarrones hasta lograr alumbrar el cetrino rostro de la mujer, que
se había quedado helado. Había apoyado su otra mano en el corazón, el cual se
había olvidado de latir por un instante.
Porque,
aquella tarde de finales de invierno, después de tantos años, Valerie había
vuelto a escuchar aquella canción.
Me ha parecido muy bonito el relato. Enhorabuena a los dos! =)
ResponderEliminarun besooo
Hola Laura! =)
ResponderEliminarPrecioso el nuevo diseño. Me encanta y mucho, la nueva cabecera.
Que te contesto por aquí que por el twitter no te he encontrado y en mi blog quizás tardases en ver la contestación. =)
La historia cuando la subí completa, la dejé durante un tiempo y después la desactivé, para corregirla tranquilamente (parecerá una tontería, pero así me siento más tranquila) Ya he avisado, arriba de los enlaces de los capítulos, que iba a permanecer inactiva durante un tiempo.
No obstante, como tu me leía siempre y me comentabas muy sinceramente. Si quieres saber como continua (si tienes curiosidad) puedes o esperar a que suba la versión corregida y mejorada (que creo que voy a tardar bastante y puede que lo haga a amazón, pero ya veremos porque lo quiero hacer bien y no de cualquier manera) o si eso me puedes decir en donde te quedaste leyendo y puedo activar esas entradas por un tiempo, hasta que termines de leerla. (No tengo ningún problema con ello)
Bueno, pues eso. Perdón y ya me dirás. ¿vale?
Un besoooo