En el bosque
E
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se
día rompí un plato mientras servía una mesa y un vaso mientras fregaba los
platos. Mi mente parecía acoger a un huracán y me resultaba completamente
imposible concentrarme en lo que hacía; incluso yo misma me frustraba ante mi
nerviosismo. Tiffany me sugirió en un par de ocasiones que fuese a casa
descansar, alegando que me veía mala cara, así que me obligué a apretar los
dientes, negar con la cabeza y centrarme en lo que hacía.
«He pasado
por cosas peores», pensé mientras pasaba una bayeta húmeda por la barra.
«Puedes con esto. O, al menos, puedes obviarlo y seguir con tu trabajo».
El resto del
día pasó agónicamente lento. Conseguía, más o menos, desviar mis oscuros
pensamientos a base de repetir los pedidos de los clientes una y otra vez en mi
cabeza o de hablar con Josh cuando tenía momentos libres. Pero, cuando empezaba
a pensar que las cosas iban algo mejor, descubrí que aquel sentimiento de temor
era irreprimible: ahora que había logrado mantener la mente en blanco, había
conseguido manifestarse en forma de dolor físico. Un dolor que me atacaba, más
concretamente, justo bajo los omóplatos.
También en un
principio intenté ignorarlo, pero en cierto momento, estando sola en la cocina
esperando a que el microondas terminase de calentar un sándwich, sentí un
latigazo de dolor recorrerme de arriba abajo e, involuntariamente, mi espalda
se arqueó en una horrible convulsión. Solté un jadeo ahogado, ¿qué había sido
aquello?
Noté un picor insoportable en la espalda y
cuando me metí la mano por dentro del jersey para rascarme, mis dedos rozaron
algo suave. Al sacar la mano, vi que era una pluma negra como la boca del lobo.
Me quedé atónita.
¿Era posible
que el preocuparme tanto por mi condición de ángel e intentar ocultarlo me
llevase a tal extremo? Posiblemente, pensé, también influiría el hecho de que
llevaba muchísimo tiempo sin sacarlas y darles algo de uso.
Mi cerebro
tardó en reaccionar más tiempo del que
me gustaría admitir. Abrí el microondas e, ignorando el sándwich
humeante de queso demasiado derretido, salí corriendo de la cocina.
—Josh —dije,
al cruzarme con mi compañero —, tengo que irme. Lo siento, pero me encuentro
fatal y…
—Eh,
tranquila —respondió, cortando mis balbuceos —. Deberías haberte quedado en
casa ya por la mañana, teniendo en cuenta que ayer ya te encontrabas mal; debes
de estar cogiendo algo, ve y descansa lo que te haga falta.
—Gracias. Me
voy.
Me marché de
allí con el uniforme puesto, bajo la mirada extrañada de Josh, a quien no
dediqué ni una sonrisa. Corría entre las calles sintiendo los latidos del
corazón justo en el lugar del que salían mis alas, cuyo escozor era cada vez
más agudo.
La gente
giraba la cara al verme corriendo a toda prisa por las calles de un pueblo que
se caracterizaba por tranquilo. Algunos, que me conocían del bar, hasta me
saludaban, pero no me detuve por ninguno de ellos. Tenía que correr; correr e
ir a dónde nadie me viese.
Gemí al
sentir un nuevo latigazo de dolor y luché por contener las alas. No podía
dejarlas salir, no siguiendo en medio del pueblo. Me esforcé por correr más y
más rápido: aún me quedaba un buen trecho hasta el bosque y tenía la sensación
de que no podría contenerme mucho más tiempo.
Tras lo que
me pareció una eternidad, vi el bosque ante mí. Atravesé la carretera que me
separaba de él sin mirar, y me libré de que me atropellasen por los pelos; pero
en ese momento no podía pensar en algo así. Necesitaba llegar…
En el mismo
segundo en el que mis pies tocaron el irregular suelo cubierto de hierba,
tropecé y caí cuesta abajo. Ninguno de los golpes que me propiné mientras
rodaba por la tierra me importó en absoluto, porque me sentía totalmente
liberada. Al llegar al final de la pendiente, permanecí un rato tumbada boca
abajo, con mis bonitas alas negras extendidas a ambos lados de mi cuerpo y una
embriagadora sensación de calma y libertad tan intensa que me hizo estremecer.
Miré los dos
grandes abanicos de plumas negras con el rabillo del ojo; aún seguían
extasiándome cada vez que los miraba. Me resultaba tan difícil creer que algo
tan hermoso me perteneciera…
Apoyada por
mi sentido común, que no dejaba de recordarme que todavía estaba muy cerca de
la carretera, me puse en pie y me adentré en el bosque.
No sabría
decir cuánto tiempo estuve volando por entre los árboles, sintiendo el viento
agitarme el pelo y el cálido cansancio apoderarse poco a poco de mi cuerpo. El
vuelo me ayudó a relajarme y aclarar las ideas, ahora que podía pensar
libremente sin miedo a estallar.
Los
árboles pasaban a mi lado tan rápido que
se convertían en meros borrones para mis ojos y los sonidos del bosque eran
simples zumbidos. Las ramas que chocaban contra mis alas caían al suelo,
quebradas por su fuerza y la velocidad, y yo apenas notaba un roce.
Aquella
sensación era tan embriagadora que por un momento deseé que no acabase nunca.
Quería ser un ángel, solo un ángel, y dejar atrás todos los problemas de humana
que tenía. ¿Vivirían así los ángeles de Loryem? ¿Serían tan libres como yo en
aquel momento? Me dije a mí misma que daba igual para obviar el hecho de que ya
nunca lo sabría.
Suspiré y
ralenticé mi vuelo hasta detenerme suavemente sobre el suelo. Me sentía mucho
mejor que antes, pero de todos modos hice desaparecer las alas en mi espalda.
No podía dejarme llevar por aquella sensación, no podía fantasear con vivir
como un ángel salvaje. Yo era Katrina Myder, la chica arcángel, la que
pretendía ser Katrina Sulwell, la que echaba de menos a Cassie cada día que
pasaba y la que tenía problemas suficientes como para ahogarme con ellos.
Y haría lo
que debía hacer: me enfrentaría a ellos.
Sonriendo,
empecé a caminar hacia la carretera, atravesando el silencioso bosque. El
gélido aire silbaba entre las hojas de los árboles, pero era el único sonido
que se escuchaba. Las pocas aves que andarían por allí en pleno invierno se
habían alejado por mi presencia; había descubierto que a los animales no les
agradaba la energía que desprendían mis alas, al contrario de lo que pasaba
cuando era un ángel blanco. De todas formas, sabía por experiencia que irían
apareciendo ahora que había hecho desaparecer las alas.
Pero los pájaros
no volvían.
No le di
importancia en un primer momento: era invierno, y los animales no andaban de
paseo sin razón. Aún sabiendo eso, no podía evitar sentir que aquel silencio
era inquietante. Me paré y agudicé el oído: quería escuchar algo, cualquier
cosa.
No tardé en
arrepentirme de ello, porque escuché algo. Escuché pasos y, luego, el familiar
sonido de las alas al batirse.
La sangre se
me congeló en las venas e intenté pensar razonadamente: si lo que había oído
era un ángel, como yo creía, estaba en problemas. Si era un ángel blanco, me atacaría en cuanto sintiese que era un ángel negro. Y si el desconocido
era como yo… entonces también tendría problemas, porque la mayoría de los
ángeles negros no eran lo que se dice sociables.
Una parte de
mí esperaba que fuese Samuel, pero lo dudaba seriamente. Con una repentina
decisión, me escurrí entre los árboles, caminando todo lo deprisa que podía sin
hacer ruido. Mientras avanzaba, no pude ver nada, pero aquel sonido me
perseguía, como una burla. Pasos, aleteo; pasos, aleteo. Estaba segura de que
el ángel que estaba allí, fuese quien fuese, me estaba viendo a mí y que hacía
aquello para ponerme nerviosa. Aunque no me gustaba admitirlo, lo estaba
consiguiendo. En un par de ocasiones intenté caminar hacia el sonido, pero
cuando llegaba al lugar del que pensaba que provenía, descubría que allí no
había nada, y el sonido me llegaba desde cualquier otro lado. Y aquello no
hacía más que asustarme.
Finalmente,
alcancé la carretera y dejé de oír el desquiciante sonido. En aquel momento,
con los pies sobre el asfalto que antes había odiado y que ahora consideraba
una bendición, eché a correr.
Llegué al
hostal un buen rato después, completamente agotada y todavía con el corazón en
un puño. Agradecí que en el recibidor no hubiese nadie, porque la señora Smith
me habría preguntado qué pasaba y el señor Smith… era de las últimas personas a
las que quería ver.
Al llegar a
la puerta de mi habitación caí en la cuenta de que me había dejado las llaves
en mi sudadera, en el bar. Pero al apoyarme contra ella con resignación, se
abrió. Entré, primero desconfiada y luego aliviada al ver que Samuel estaba
dentro. ¿Cuánto tiempo había pasado en el bosque? Normalmente yo llegaba antes
que él…
No pude
seguir pensando en ello porque él se levantó de la cama y corrió a abrazarme.
Sin que yo me lo esperase, me beso con ansia en los labios. Le devolví el beso,
que ya sabía a sal por culpa de mis lágrimas. Tenía demasiados sentimientos en
mi interior como para contenerlos todos.
—¿Dónde
estabas? —exclamó Samuel al separarse —. Estaba preocupado, Kat, creí que te
había pasado algo…
—De hecho,
han pasado muchas cosas —respondí con amargura.
Dime que era su hermano el que la perseguía D:
ResponderEliminarEspero el próximo con ganas.
PD: Si pudieses decirme qué te está pareciendo 100 millas te lo agradecería mucho (si quieres y tienes tiempo, claro), es que sino no sé para qué publico... Solo tengo dos comentarios en los capítulos que llevo subidos.
Hola soy de argentina, te sigo desde wattpad Y me encanta ahora espero mas q pasa con ambos ..quien ese misterioso ángel . No dejes de escribir auq no tengas ningún comentario,es unas hermosa historia ..animo cm dije esperó mas. Besos carmelina
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