miércoles, 11 de febrero de 2015

Capítulo 7

En el bosque

E
se día rompí un plato mientras servía una mesa y un vaso mientras fregaba los platos. Mi mente parecía acoger a un huracán y me resultaba completamente imposible concentrarme en lo que hacía; incluso yo misma me frustraba ante mi nerviosismo. Tiffany me sugirió en un par de ocasiones que fuese a casa descansar, alegando que me veía mala cara, así que me obligué a apretar los dientes, negar con la cabeza y centrarme en lo que hacía. 
«He pasado por cosas peores», pensé mientras pasaba una bayeta húmeda por la barra. «Puedes con esto. O, al menos, puedes obviarlo y seguir con tu trabajo».
El resto del día pasó agónicamente lento. Conseguía, más o menos, desviar mis oscuros pensamientos a base de repetir los pedidos de los clientes una y otra vez en mi cabeza o de hablar con Josh cuando tenía momentos libres. Pero, cuando empezaba a pensar que las cosas iban algo mejor, descubrí que aquel sentimiento de temor era irreprimible: ahora que había logrado mantener la mente en blanco, había conseguido manifestarse en forma de dolor físico. Un dolor que me atacaba, más concretamente, justo bajo los omóplatos.
También en un principio intenté ignorarlo, pero en cierto momento, estando sola en la cocina esperando a que el microondas terminase de calentar un sándwich, sentí un latigazo de dolor recorrerme de arriba abajo e, involuntariamente, mi espalda se arqueó en una horrible convulsión. Solté un jadeo ahogado, ¿qué había sido aquello?
 Noté un picor insoportable en la espalda y cuando me metí la mano por dentro del jersey para rascarme, mis dedos rozaron algo suave. Al sacar la mano, vi que era una pluma negra como la boca del lobo. Me quedé atónita.
¿Era posible que el preocuparme tanto por mi condición de ángel e intentar ocultarlo me llevase a tal extremo? Posiblemente, pensé, también influiría el hecho de que llevaba muchísimo tiempo sin sacarlas y darles algo de uso.
Mi cerebro tardó en reaccionar más tiempo del que  me gustaría admitir. Abrí el microondas e, ignorando el sándwich humeante de queso demasiado derretido, salí corriendo de la cocina.
—Josh —dije, al cruzarme con mi compañero —, tengo que irme. Lo siento, pero me encuentro fatal y…
—Eh, tranquila —respondió, cortando mis balbuceos —. Deberías haberte quedado en casa ya por la mañana, teniendo en cuenta que ayer ya te encontrabas mal; debes de estar cogiendo algo, ve y descansa lo que te haga falta.
—Gracias. Me voy.
Me marché de allí con el uniforme puesto, bajo la mirada extrañada de Josh, a quien no dediqué ni una sonrisa. Corría entre las calles sintiendo los latidos del corazón justo en el lugar del que salían mis alas, cuyo escozor era cada vez más agudo.
La gente giraba la cara al verme corriendo a toda prisa por las calles de un pueblo que se caracterizaba por tranquilo. Algunos, que me conocían del bar, hasta me saludaban, pero no me detuve por ninguno de ellos. Tenía que correr; correr e ir a dónde nadie me viese.
Gemí al sentir un nuevo latigazo de dolor y luché por contener las alas. No podía dejarlas salir, no siguiendo en medio del pueblo. Me esforcé por correr más y más rápido: aún me quedaba un buen trecho hasta el bosque y tenía la sensación de que no podría contenerme mucho más tiempo.
Tras lo que me pareció una eternidad, vi el bosque ante mí. Atravesé la carretera que me separaba de él sin mirar, y me libré de que me atropellasen por los pelos; pero en ese momento no podía pensar en algo así. Necesitaba llegar…
En el mismo segundo en el que mis pies tocaron el irregular suelo cubierto de hierba, tropecé y caí cuesta abajo. Ninguno de los golpes que me propiné mientras rodaba por la tierra me importó en absoluto, porque me sentía totalmente liberada. Al llegar al final de la pendiente, permanecí un rato tumbada boca abajo, con mis bonitas alas negras extendidas a ambos lados de mi cuerpo y una embriagadora sensación de calma y libertad tan intensa que me hizo estremecer.
Miré los dos grandes abanicos de plumas negras con el rabillo del ojo; aún seguían extasiándome cada vez que los miraba. Me resultaba tan difícil creer que algo tan hermoso me perteneciera…
Apoyada por mi sentido común, que no dejaba de recordarme que todavía estaba muy cerca de la carretera, me puse en pie y me adentré en el bosque.
No sabría decir cuánto tiempo estuve volando por entre los árboles, sintiendo el viento agitarme el pelo y el cálido cansancio apoderarse poco a poco de mi cuerpo. El vuelo me ayudó a relajarme y aclarar las ideas, ahora que podía pensar libremente sin miedo a estallar.
Los árboles  pasaban a mi lado tan rápido que se convertían en meros borrones para mis ojos y los sonidos del bosque eran simples zumbidos. Las ramas que chocaban contra mis alas caían al suelo, quebradas por su fuerza y la velocidad, y yo apenas notaba un roce.
Aquella sensación era tan embriagadora que por un momento deseé que no acabase nunca. Quería ser un ángel, solo un ángel, y dejar atrás todos los problemas de humana que tenía. ¿Vivirían así los ángeles de Loryem? ¿Serían tan libres como yo en aquel momento? Me dije a mí misma que daba igual para obviar el hecho de que ya nunca lo sabría.
Suspiré y ralenticé mi vuelo hasta detenerme suavemente sobre el suelo. Me sentía mucho mejor que antes, pero de todos modos hice desaparecer las alas en mi espalda. No podía dejarme llevar por aquella sensación, no podía fantasear con vivir como un ángel salvaje. Yo era Katrina Myder, la chica arcángel, la que pretendía ser Katrina Sulwell, la que echaba de menos a Cassie cada día que pasaba y la que tenía problemas suficientes como para ahogarme con ellos.
Y haría lo que debía hacer: me enfrentaría a ellos.
Sonriendo, empecé a caminar hacia la carretera, atravesando el silencioso bosque. El gélido aire silbaba entre las hojas de los árboles, pero era el único sonido que se escuchaba. Las pocas aves que andarían por allí en pleno invierno se habían alejado por mi presencia; había descubierto que a los animales no les agradaba la energía que desprendían mis alas, al contrario de lo que pasaba cuando era un ángel blanco. De todas formas, sabía por experiencia que irían apareciendo ahora que había hecho desaparecer las alas.
Pero los pájaros no volvían.
No le di importancia en un primer momento: era invierno, y los animales no andaban de paseo sin razón. Aún sabiendo eso, no podía evitar sentir que aquel silencio era inquietante. Me paré y agudicé el oído: quería escuchar algo, cualquier cosa.
No tardé en arrepentirme de ello, porque escuché algo. Escuché pasos y, luego, el familiar sonido de las alas al batirse.
La sangre se me congeló en las venas e intenté pensar razonadamente: si lo que había oído era un ángel, como yo creía, estaba en problemas. Si era un ángel blanco, me atacaría en cuanto sintiese que era un ángel negro. Y si el desconocido era como yo… entonces también tendría problemas, porque la mayoría de los ángeles negros no eran lo que se dice sociables.
Una parte de mí esperaba que fuese Samuel, pero lo dudaba seriamente. Con una repentina decisión, me escurrí entre los árboles, caminando todo lo deprisa que podía sin hacer ruido. Mientras avanzaba, no pude ver nada, pero aquel sonido me perseguía, como una burla. Pasos, aleteo; pasos, aleteo. Estaba segura de que el ángel que estaba allí, fuese quien fuese, me estaba viendo a mí y que hacía aquello para ponerme nerviosa. Aunque no me gustaba admitirlo, lo estaba consiguiendo. En un par de ocasiones intenté caminar hacia el sonido, pero cuando llegaba al lugar del que pensaba que provenía, descubría que allí no había nada, y el sonido me llegaba desde cualquier otro lado. Y aquello no hacía más que asustarme.
Finalmente, alcancé la carretera y dejé de oír el desquiciante sonido. En aquel momento, con los pies sobre el asfalto que antes había odiado y que ahora consideraba una bendición, eché a correr.
Llegué al hostal un buen rato después, completamente agotada y todavía con el corazón en un puño. Agradecí que en el recibidor no hubiese nadie, porque la señora Smith me habría preguntado qué pasaba y el señor Smith… era de las últimas personas a las que quería ver.
Al llegar a la puerta de mi habitación caí en la cuenta de que me había dejado las llaves en mi sudadera, en el bar. Pero al apoyarme contra ella con resignación, se abrió. Entré, primero desconfiada y luego aliviada al ver que Samuel estaba dentro. ¿Cuánto tiempo había pasado en el bosque? Normalmente yo llegaba antes que él…
No pude seguir pensando en ello porque él se levantó de la cama y corrió a abrazarme. Sin que yo me lo esperase, me beso con ansia en los labios. Le devolví el beso, que ya sabía a sal por culpa de mis lágrimas. Tenía demasiados sentimientos en mi interior como para contenerlos todos.
—¿Dónde estabas? —exclamó Samuel al separarse —. Estaba preocupado, Kat, creí que te había pasado algo…

—De hecho, han pasado muchas cosas —respondí con amargura.

2 comentarios:

  1. Dime que era su hermano el que la perseguía D:
    Espero el próximo con ganas.

    PD: Si pudieses decirme qué te está pareciendo 100 millas te lo agradecería mucho (si quieres y tienes tiempo, claro), es que sino no sé para qué publico... Solo tengo dos comentarios en los capítulos que llevo subidos.

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  2. Hola soy de argentina, te sigo desde wattpad Y me encanta ahora espero mas q pasa con ambos ..quien ese misterioso ángel . No dejes de escribir auq no tengas ningún comentario,es unas hermosa historia ..animo cm dije esperó mas. Besos carmelina

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