Rescate
N
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adie se conoce a sí
mismo y yo lo descubrí ese día. El día que mis ojos se abrieron a una realidad
diferente a la que había visto hasta el momento, haciéndome ver gran cantidad
de cosas que yo ni alcanzaría a imaginar, mostrándome situaciones con las que
creía que nunca tendría que lidiar y personas diferentes a las que yo creía
conocer. Y una de esas personas era yo.
A
pesar de la doble vida que llevaba, nunca me había resultado especialmente
complicado saber cómo tratar a la gente; la regla era sencilla: daba el mismo
trato que recibía. Devolvía la simpatía de mis amigos, el cariño de mi madre,
la enemistad de mi hermano y la frialdad de mi padre, y actuaba en
consecuencia. Por esta razón, siempre me había sentido más humana que ángel,
así que daba preferencia a los primeros, de quienes solía recibir mejor trato.
Y en
este punto surgía mi gran dilema: ¿debía devolver a Samuel el trato que había
recibido de él como humano, o el que había recibido como ángel? Hasta no hacía
mucho, tenía serias dudas de la sinceridad de sus actos anteriores a descubrir
lo que era, pero por alguna razón ahora quería creer que realmente había
sentido algo por mí.
Era
ya lunes por la mañana y sabía que se me había acabado el tiempo para pensarlo.
Casi me sentía alegre por esto porque empezaba a sentir que la presión era
superior a la que podía soportar. El peso del tiempo que pasaba tiraba de mí
hacia el fondo de un mar de agobio del que creía que no saldría nunca. El día
anterior no había sido de gran ayuda para decidirme y lo único destacable del
día fue la conversación que escuché entre mis padres cuando bajaba a por un
vaso de agua.
—¿Cuántas
veces tendré que decírtelo, Grace? —decía mi padre con tono exasperado.
—Lo
sé… Pero es un niño, es incluso más joven que Isaac —el tono de mi madre
parecía más bien desesperado.
—No
es un niño. Es un ángel negro y no se debe sentir pena por él. Ellos harían lo
mismo con nuestros hijos.
—¿Y
quieres igualarte a ellos, Kevin? —replicó mi madre.
Mi
padre guardó silencio un segundo. Casi pude imaginarlo fruncir los labios, como
hacía siempre que empezaba a cansarse de una conversación.
—No
es eso lo que hago —bufó —. No lo entiendes, ¿verdad? Ese chico tiene
almacenado el odio suficiente como para acabar con todos nosotros sin
parpadear. Solo hace falta verle las alas.
—El
hecho de que sea lo que es no significa que todavía sienta ese odio. Las
personas cambian y él es solo un chaval… Podría volver a empezar…
—Las
personas cambian, Grace. Los ángeles
negros no. Tenlo muy presente —y, con esto, se acabó la conversación. Yo volví
a mi habitación, olvidándome ya de la sed que me había hecho bajar, y pasé el
resto de la tarde allí, sin otra compañía que mis pensamientos.
Esa
mañana de lunes, desayunando con mi familia, sentía el estómago más cerrado de
lo habitual y me costaba tragar hasta el bocado más pequeño. Aparté la comida de mí y dije, con
voz ronca:
—Mamá,
no me encuentro bien. ¿Puedo ir a tumbarme un rato?
—Ya
decía yo que tenías mala cara… Claro que puedes, cariño —respondió, sonriendo
alentadoramente.
Me
levanté de la mesa y fui a tumbarme al sofá. Aunque había dicho aquello como
una excusa, supuse que realmente no era una mentira completa, porque era obvio
que no estaba en mi mejor momento. Un poco después, mi madre entró en el salón
y se sentó juntó a mí.
—¿Te
encuentras mejor?
Cerré
los ojos y murmuré:
—No…
¿tengo que ir hoy al instituto?
Mi
madre me acarició la mejilla.
—Claro
que no, Kat. Ya irás cuando te encuentres bien —respondió, mientras volvía a la
cocina.
—Gracias…
Me
acurruqué y fingí que intentaba dormir. En la concina, mi familia discutía
sobre qué debía hacer cada cual esa mañana.
—Isaac,
hoy irás al instituto. Ya hace mucho que no vas y estoy harta de consentirte lo
mucho que faltas… No pongas esa cara, Kevin. Si quisiese que Isaac se dedicase
a perseguir ángeles negros, lo habría mandado a Loryem para que hiciese esa
militancia tan rara que tenéis allí —alguien resopló, pero no sabría decir si
fue mi padre o mi hermano. Mi madre continuó —: Yo también tengo que ir a
trabajar hoy, me mandaron un mensaje antes.
—Entonces
me quedaré yo —farfulló mi padre.
«No,
por favor» rogué para mis adentros.
—Kevin,
tú también llevas demasiado poniendo excusas en el trabajo —le contestó mi
madre con tono reprobador —. Kat sabrá aguantar sola su malestar...
—Pero…
—¡Ni
se te ocurra nombrar al chico! Por Dios, Kevin, ¿acaso no lo has visto? Sabes
tan bien como yo que ya no supone un peligro para la niña —hubo un par de
segundos de silencio bastante tenso y luego se escucharon los pasos de mi
madre.
Cuando
entró en el salón aún tenía el ceño fruncido y supuse que mi padre le había
hablado lo suficiente del tema como para hartarla, porque era extraño que mi
madre se revelase de esa forma contra mi padre.
—Kat,
tendrás que quedarte sola porque…
—No
te molestes en repetirlo —la corté —. Lo he escuchado todo.
—Ah
—musitó. Por un segundo parecía que no sabía que decir, pero no tardó en
recomponerse —. No te preocupes, ¿sí? Estarás bien. Hasta luego, cariño.
—Hasta
luego —respondí.
Cinco
minutos después, la casa se había quedado vacía.
Había
llegado el momento. Cuando me levanté del sofá, las piernas me temblaban tanto
que temía que fuesen incapaces de sostener el peso de mi cuerpo. Sabía que no
contaba con todo el tiempo del mundo, pero aún así subí a mi habitación, cogí
el libro de «Ángeles negros. Historia» y lo bajé para leerlo en la cocina,
donde había más luz. Repasé las notas de Cassie, aunque casi me las sabía de
memoria, porque era lo más parecido a uno de sus consejos que podía recibir en
aquel momento. Cuando acabé de leerlas, cerré los ojos y, con suspiro, me dije
que no podía posponerlo más.
Con
movimientos torpes, bajé al sótano.
La
estancia del final de la escalera seguía tan desordenada como la última vez que
la vi. Esta vez, sin embargo, no presté demasiada atención a lo que había allí,
sino que me dirigí directamente a la enorme puerta. En cuanto puse una mano en
ella, el estómago me dio un retortijón tan fuerte que casi me produjo arcadas,
pero no me permití echarme atrás. Abrí la puerta.
Y
deseé no haberlo hecho en cuanto pude ver el interior.
La
escueta bombilla iluminaba una estancia que poco había cambiado desde mi última
visita, a excepción de que olía peor y en esta ocasión vi más vómito por el
suelo. Arrugué la nariz ante el desagradable olor, pero me obligué a entrar de
todas maneras. Lo peor de aquel lugar era Samuel. Acurrucado en la misma
esquina que la otra vez, el aspecto del chico había empeorado tanto que reprimí
un grito. Ya no llevaba los grilletes, pero no tardé en suponer que era porque
ya no servirían de nada: Samuel estaba tan delgado que sus huesudas manos
podrían haberse escurrido de ellos sin problemas. La ropa, mugrienta y
desgarrada, le quedaba muy floja y se veía acartonada por el sudor. Tenía la
cabeza baja y no alcanzaba a verle la cara, pues el grasiento y sucio pelo, que
había crecido un tanto, se la ocultaba. Y entonces me miró y yo di un respingo
de horror. Su piel era más pálida que una hoja de papel y estaba cubierta de
heridas y cortes. Mi mirada se detuvo en uno especialmente llamativo en su sien
antes de seguir con el análisis. Su extrema delgadez era mucho más patente en
el rostro: tenía las mejillas y los ojos hundidos (además de tener uno de ellos
amoratado) y la mandíbula muy marcada y cubierta de una naciente barba. Su
mirada vidriosa me hizo estremecer de lo vacía que estaba, era como si ya
estuviese muerto. De sus labios, secos y
agrietados surgió una única palabra ronca:
—Kat…
—¡Oh,
Samuel! —gemí, llevándome las mano a la boca. Sentía el impulso de acercarme a
él, pero mis pies se habían quedado clavados en el suelo, así que me senté en
el suelo y me arrastré hasta la pared más cercana, no muy lejos de él.
Nos
observamos en silencio unos segundos y me pregunté si sería capaz de escuchar
los latidos de mi corazón, que yo sentía como si fuesen truenos.
—¿Po…
—la voz se le quebró y carraspeó un par de veces antes de conseguir hablar de
manera comprensible — por qué has venido?
Me
enfrenté a su mirada y me pareció que se colaba dentro de mí y me recorría por
dentro. Pero no fui capaz de responder a su pregunta.
—¿Van
a matarme verdad? —masculló, arrastrando las palabras.
—¿Por
qué dices eso? —susurré. Por alguna razón no me sentía capaz de hablar en voz
alta, era como si el ruido estuviese fuera de lugar en aquella pequeña
habitación.
Él
sonrió (o más bien, lo intentó) con ironía. Pero había algo mucho más profundo
que la ironía en su mirada cuando me dijo:
—¿Por
qué otra razón ibas a venir a verme estando sola? No lo era un farol, ¿verdad?
Quieren matarme —tampoco ahora respondí, pero el que calla otorga. Él supo
interpretar mi silencio como una afirmación. De su boca escapó un gruñido
—¿Cuan… Cuando?
Tragué
saliva con fuerza.
—Hoy
—y mi voz sonó casi tan ronca como la suya.
Lo
que pasó entonces me trastocó. En realidad, no sé como esperaba que
reaccionase, pero me sorprendió verle echar la cabeza hacia atrás, apretar los
dientes y tragar con fuerza, mientras en sus ojos aparecían lágrimas que
llenaban sus ojos verdes como las gotas de rocío llenan un prado. Me acerqué un
poco más a él, sintiendo un enorme nudo en la garganta, y le estreché la mano.
—¿Tienes
miedo? —susurré.
—¿No
debería tenerlo? —balbució. Al hablar, su labio inferior temblaba con violencia
y tenía que coger aire con fuerza cada poco para evitar que se le escapase
algún sollozo. A mi mente vino el recuerdo de una tarde en su casa en la que él
me había hablado de su infancia y a mí me había parecido ver al niño que Samuel
había sido tiempo atrás. Sabía que las historias que me había contado no eran
ciertas, pero el niño existía de verdad. En aquel momento, agarrada a la mano
de un amedrentado Samuel, no me cabía duda. Tras un momento en el que ninguno
de los dos dijo nada, él volvió a hablar —: Debe de dar pena verme así… Pero a
estas alturas no me importa. Es asquerosamente irónico que para apreciar las
cosas que realmente valen la pena en esta vida tenga que estar a las puertas de
la muerte. Kat, escúchame bien, ¿vale? Cuando yo haya…
—Ni
lo digas —le interrumpí. Su mirada vidriosa se clavó en mí y pude apreciar su
confusión —. No voy a dejarte morir, Samuel. Voy a sacarte de aquí.
Hasta
que no hube pronunciado esas palabras, no tomé la decisión. Lo único que tenía
claro era que quería bajar al sótano a hablar con él. Si a despedirme o a
liberarlo, no lo sabía.
—¿Qué?
—masculló Samuel, con la voz aún más ronca que antes a causa de la confusión.
—Ya
lo has oído —respondí y me obligué a sonreír, aunque en realidad tenía ganas de
echar las tripas fuera.
Me
levanté y ayudé a Samuel a levantarse también. Pasé su brazo por encima de mis
hombros y le rodeé la cintura con mi brazo, cargando sobre mí todo el peso que
pude. Él apenas tenía fuerzas y caminaba muy despacio, pero al menos conseguía
mantenerse en pie con bastante estabilidad. Nos costó lo indecible pasar a
través de la puerta escondida en el armario y más de una vez estuvimos a punto
de caer. Finalmente, conseguimos llegar a la cocina. Lo senté en una silla y le puse comida y agua
sobre la mesa. Él comió apuradamente, como si nunca hubiese tomado nada tan
exquisito como las sobras de la cena del día anterior. Mientas comía, saqué el botiquín e intenté
limpiarle las heridas.
Entonces,
Samuel detuvo su frenética comida y me preguntó:
—¿Por
qué haces esto?
—Las
heridas tienen mala pinta… —respondí despreocupadamente, mientras echaba agua
oxigenada en un algodón. Súbitamente, me agarró la barbilla y me obligó a
mirarle a los ojos.
—Sabes
que no me refiero a eso. ¿Por qué me estás ayudando a escapar?
Guardé
silencio mientras le miraba a los ojos. Por un segundo extrañé sus besos, pero
sabía de sobra que aquel no era el momento adecuado para pensar en eso. Al
final, contesté:
—Porque
si dejase que mi padre y mi hermano te matasen, mis manos estarían tan
manchadas de tu sangre como las suyas.
Me
soltó la barbilla y bajó la vista, con gesto cohibido. Aquella no era la
respuesta que esperaba recibir.
—Ya
he comido suficiente —masculló y no me resultó difícil darme cuenta de que era
un intento desesperado por cambiar de conversación. Aún así, le seguí la
conversación:
—¿Quieres
darte una ducha? Cuento con que tengamos unas horas antes de que llegue mi
familia, aunque sería conveniente que te encontrases lejos cuando descubran que
no estás.
—Me
daré una ducha rápida, pues.
Y,
apenas diez minutos después, Samuel volvía a la cocina, con un aspecto bastante
mejor al que tenía antes. Seguía estando muy delgado, pero al menos estaba
limpio (al igual que la ropa de Isaac que yo le había dejado), sus heridas
tenían mejor aspecto, se había afeitado y ya no tenía ese brillo febril y casi
moribundo en los ojos.
—Te
he preparado esto. Tienes comida y dinero. No es mucho, pero es todo lo que te
puedo ofrecer —le tendí la mochila que había llenado mientras él se duchaba y
la tomó murmurando un «gracias» mientras se la colgaba al hombro.
—Kat…
muchas gracias, nunca podré agradecerte esto —avanzó un par de pasos y me tomó
ambas manos. Estaba cerca de mí… muy cerca—. Lo único que hice fue poner tu vida
en peligro y tú has salvado la mía. Y espero que no dudes nunca que el hecho de
que yo ande vivo por ahí no te va a poner en peligro, Kat. Nunca.
—Lo
sé —respondí, asintiendo con la cabeza y mirándolo firmemente a los ojos.
—Pero
no te confíes. Hay otros que te buscan, no sé cuantos ni para qué, pero te
quieren a ti. No te arriesgues a dar ni un solo paso en falso y te recomendaría
que llevases siempre Árbol de fuego contigo. No quiero que te pase nada, Kat…
—Y
tú, ¿por qué haces esto?¿Por qué me adviertes? —había bajado la mirada y ahora
la tenía perdida en un punto de la pared, pero no necesitaba mirarle para saber
que me estaba prestando atención.
Él
se inclinó aún más hacia mí. Sentía su respiración junto a mi oreja cuando
susurró:
—Ya
lo sabes…
—Quiero
oírlo de nuevo.
—¿Por
qué?
Levanté
la cabeza para mirarlo a los ojos. Estaba tan cerca que mi nariz rozó la suya
y, por un segundo, dudé. Luego, en un arranque de decisión, respondí:
—Para
poder decirte que yo a ti también te quiero.
Sonrió.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de lo mucho que había echado de menos su
sonrisa, pero no presté mucha atención al gesto porque sabía que algo que había
echado aún más de menos iba a volver a mí de la misma manera que esa sonrisa.
Él
se iba a marchar, no debíamos besarnos. Yo lo sabía. Él lo sabía. Y, aún así, ninguno
se apartó cuando ambos fuimos al encuentro de los labios del otro.
MADRE MIA! Acabo de terminar de leer los cuatro o cinco capítulos que me quedaban y de verdad que me he quedado de piedra, espero que tengas el siguiente pronto, me encantas como escribes, se me hacen los capítulos súper cortos ^^
ResponderEliminarPrimero de nada, he decir que estaba sufriendo en todo mi interior por Samuel. Sabía que Kat no iba a dejarlo solo y que iba a ayudarlo, en todo mi interior lo sabía, pero también tenía un poco de miedo por lo que le pudieran hacer Isaac y el padre de Kat...
Yo creo que lo de la historia de la leyenda que descubrió en el libro Cassie sí que tiene que ver con Samuel y es por ello que es un ángel negro, porque la verdad es que no puede ser posible tanto odio en un niño tan pequeño.
Lo de la tarde de pelis me encantó ^^ . Es que me encanta los momentos amigos cuando se reúnen y lo pasan bien ;)
Nathan es un chico genial, menos mal que no se ha enterado de nada cuando Kat y Cassie estaban hablando... Aunque la verdad es que seguro que se ha olido algo extraño por ahí...
Y en cuanto este capítulo... Awww <33. De verdad, menos mal que le ha ayudado. Me encantan juntos, es que son una pareja preciosa y adjakdja. Amor infinito <33.
Me encanta!!! Espero el siguiente pronto!
Besitoos :)
Que bonitooo!!! Genial!! Vai ser verdad e todo que Francia e a ciudad do amor e que ali pensaches esye mini final jajajajaja. ta genial,espero osiguiente eh ;))
ResponderEliminarMuy bonito el final, espero que Kat haya hecho lo correcto y que Samuel luego no vaya en contra de ella.
ResponderEliminarAhora temo la reacción de su padre.
Un besoo