El intruso
E
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l día de Navidad se
cumplían tres semanas de nuestra llegada al pueblo. Desde el pequeño ventanuco
de encima de la cómoda se alcanzaba a ver la iluminación de las calles, todavía
encendida a pesar de que ya había salido el sol. Había granizado por la noche y
el suelo se cubría con una finísima capa blanca que pretendía asemejarse a la
nieve. Al ser tan temprano, todavía no se apreciaba el ambiente festivo, pero
no dudaba que a media mañana los niños empezarían a salir, enfundados en
bufandas y abrigos, mientras que los adultos hacían los recados de última hora
para asegurar una buena cena de Nochebuena.
Me
separé de la ventana, que había empañado con mi aliento, y estiré la colcha
para acabar de hacer la cama.
Hacía
ya un buen rato que Samuel se había marchado y una fugaz mirada al reloj me
indicó que yo andaba justa de tiempo, así que fui apresuradamente al pequeño
baño del que disponía la habitación e intenté desenredarme un poco el
enmarañado pelo castaño. En eso estaba cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Quién
es? —pregunté, contrariada. Era muy temprano para recibir visitas de nadie.
Aunque, pensándolo bien, nunca recibíamos visitas, lo que me hizo fruncir un
poco más el ceño.
—Soy
yo, Gretel —respondió una voz suave al otro lado de la puerta. Pegué el último
tirón al peine y fui a abrir. Tras la puerta esperaba la señora Smith, la dueña
de la posada, vestida con un vestido negro medio oculto por un mandilón.
Llevaba la melena entrecana recogida en un moño alto y levantó la cabeza para
mirarme a los ojos, pues su escaso metro cincuenta no le permitía mirarme de
frente. Traía en las manos una bandeja con dos tazas humeantes y un plato de
galletas —. Buenos días, Katrina.
—Buenos
días, señora Smith —respondí. Sonreí amablemente antes de preguntar —. ¿Ocurre
algo?
—¡Ah,
no, no! No pasa nada, querida, solo he venido a traerte esto —y tendió la
bandeja en mi dirección —. ¿Tu amigo ya se ha ido? Lástima. Había preparado
chocolate para él también —dijo con tono lastimero mientras hacía un gesto con
la cabeza hacia una de las tazas.
—Sí,
hoy tenía que entrar a trabajar temprano —dije, dejando la bandeja sobre la
mesa —. No era necesario que preparase nada, señora Smith.
—No
es nada, mujer —replicó, quitando importancia al asunto con un gesto de mano.
Su mirada avellana se topó con la mía y se le dibujó una sonrisa en la cara —.
Considéralo un detalle de Navidad.
—Muchas
gracias.
—No
las des, hija. Yo ahora me tengo que ir a hacer unos recados. Ya me dejarás la
bandeja en recepción cuando te vayas… —se encaminó hacia la puerta, pero cuando
estaba a punto de salir se paró y me
dijo —: Bueno, mejor déjala aquí; ya pasaré a recogerla. Tal vez esté mi marido
abajo y, ya sabes, a él no le gusta que
dé un trato especial a los huéspedes. “O todos, o ninguno”, me lo dice siempre.
Ay, si por mi fuese serían todos, pero la pensión no me da para tanto y solo
puedo permitirme detalles para quien de verdad se lo merece —dijo, guiñándome
un ojo —. Feliz Navidad.
—Feliz
Navidad.
La
puerta se cerró a sus espaldas y yo cogí una galleta y la mordisqueé mientras
pesaba en lo que la señora Smith acababa de decir. Sabía que no todo lo que ha
dicho era cierto, aunque seguramente ella no había sido consciente de su
mentira.
Lo
que molestaba al señor Smith no era que su mujer diese un trato especial a
algún huésped, sino que nos diese un trato especial a Samuel y a mí. Cuando
llegamos a la pensión, Gretel había hecho todo lo posible para hacernos sentir
a gusto. Nos enseñó la habitación en la que nos alojaríamos, que había sido
limpiada con esmero de antemano, y el comedor en el que la señora Smith ofrecía
tres comidas diarias a sus huéspedes por un precio muy razonable. Era allí
donde Samuel y yo comíamos todos los días, a no ser que, como en aquella
ocasión, ocurriese algo excepcional. Tras habernos enseñado el lugar, la mujer
nos había ofrecido su ayuda y nos había invitado a la primera cena que tomamos
allí, pues, según dijo, lo hacía con todos los nuevos clientes.
Su
marido, por el contrario, nunca había sido tan hospitalario. Las pocas veces
que había hablado con él, su tono había sido cortante, su mirada, semioculta
por unas gafas para leer, me había escrutado con cuidado y desconfianza y su
boca, coronada por un tupido bigote, había mostrado una mueca de desagrado. Al
principio achaqué su comportamiento al ser el dueño de una pensión de precios
bajos, donde la mayoría de sus clientes eran jóvenes con afán de emancipación
que intentaban escabullirse de la dependencia de sus padres, personas con
problemas económicos e incluso algún que otro drogadicto. Sin embargo, a medida
que avanzaba el tiempo, su hosco tratamiento no hacía más que empeorar, así que
tanto Samuel como yo preferimos ignorar el tema y, en caso de necesitar algo,
tratar directamente con la señora Smith.
Eché
un nuevo vistazo al reloj y caí en la cuenta de que se me echaba el tiempo
encima, así que apuré el contenido de una de las tazas y salí de la habitación,
cerrando la puerta con llave al salir.
Salí
a la calle tras pasar por recepción y saludar a un par de chicas que estaban
alojadas en la habitación contigua a la mía. El
suelo afuera estaba mojado y en partes el frío había congelado los charcos. Así
que tras ajustarme los auriculares en las orejas y escoger una canción, comencé
a correr con la vista fija en el suelo para evitar resbalar. Me había acostumbrado a hacer ejercicio a
menudo (antes de mi huída tenía los entrenamientos y después, la propia huída
me ejercitaba lo suficiente) así que había decidido que lo más práctico era correr
cuando tenía que ir a trabajar.
En
menos de cinco minutos ya había llegado al bar.
—Hola,
Josh —saludé al entrar.
Josh
era el hijo de los dueños del bar, alto y de cabello caoba muy revuelto, y fue
quien me ofreció el trabajo unos días después de mi llegada al pueblo. Yo había
entrado en el bar por la simple necesidad de matar el tiempo; Samuel ya había
conseguido trabajo y yo me pasaba la mitad del día sin nada que hacer y sin
nadie con quien estar. Al entrar había sido Josh quien me había atendido y después
de un intento de ligar conmigo (bastante malo, todo hay que decirlo) acabamos
hablando sobre mi reciente llegada al pueblo y sobre mi inminente necesidad de
encontrar trabajo, tras lo cual no dudó en ofrecerme un puesto como camarera en
el bar.
—Hola,
Katy —respondió, lanzándome la camiseta negra con el logo del bar.
Esbocé
una media sonrisa mientras atrapaba la camiseta al vuelo. Nunca me había
gustado que me llamasen Katy, pero la primera vez que Josh usó ese nombre, me
mordí la lengua justo antes de reprochárselo mientras la conversación que había
tenido con Samuel aquella mañana resonaba en mi cabeza: «A partir de ahora todo
será distinto…», había dicho él. A lo que yo había respondido diciendo «Sí. Pero
no por eso tiene que ser peor. Aprovéchate de los cambios».
Fue un
día tranquilo en el bar. En realidad, todos los días lo eran.
—Esto
no siempre es así. En verano esto se llena de gente, es lo bueno de que el bar
esté justo al lado de la playa. Pero ahora, en invierno, solo vienen “los de
siempre”, la gente del pueblo. Por eso tú me llamaste tanto la atención cuando
entraste. ¿Sabes lo raro que es encontrar a alguien joven desconocido aquí en
invierno? —me había explicado Josh en mi segundo día.
Ese
día sin embargo, faltaban incluso algunos clientes de los de siempre que, supuse,
estarían realizando los últimos preparativos para la cena de Nochebuena.
Tampoco se pasaron por el local el grupo de amigos de Josh, quiénes también
habituaban hacer al menos una visita diaria. A mitad de la mañana, cuando, a
falta de nada mejor que hacer, ya estaba limpiando la misma mesa por segunda
vez, Tiffany, la madre de Josh, se me acercó y me dijo:
—Katrina,
¿por qué no te tomas el resto del día libre? Como ves, Josh y yo nos las
arreglamos bien solos. Creo que incluso a uno solo le sobraría trabajo, así que
no hace falta que te quedes.
—Pero…
—empecé a decir.
—¡Nada
de peros! —exclamó Josh acercándose a mí y dándome un empujón hacia la puerta y
riendo.
Me
reí con él mientras me resistía a sus empujones.
—¡Al
menos déjame cambiarme!
Dos
minutos después salía del baño vestida de nuevo con mi sudadera. Dejé la
camiseta en el estante de siempre y me encaminé hacia la puerta.
—En
ese caso, me voy. Si necesitáis algo no dudéis en llamarme.
—Vale,
Katy. Y, ¡espera! —me giré para mirar a Josh, quien sin previo aviso me lanzó
algo. Lo cogí antes de asimilar lo que era. Josh soltó una risita —. Buenos
reflejos.
Bajé
la vista a mis manos y me encontré con un sobre. Lo abrí y vi un fajo de
billetes dentro.
—Es
la paga de Navidad —expuso Tiffany, medio sonriendo —. No es gran cosa, pero es
todo lo que podemos, teniendo en cuenta la poca actividad del bar.
—Pero…
—¡Ya
te he dicho que nada de peros! —me cortó Josh, sonriendo con amplitud —. Ahora
lárgate y prepárale algo bueno a tu jodidamente suertudo novio.
Tiffany
lanzó una mirada reprobatoria a su hijo, que se encogió de hombros en un gesto
inocente. Reí por lo bajo antes de despedirme con un «Muchas gracias y feliz
Navidad» y me marché.
De
camino a la pensión hice una parada en una tienda del pueblo. No tardé mucho,
pues tenía bastante claro lo que quería comprar y no había mucho dónde escoger teniendo
en cuenta que era un establecimiento pequeño y lo limitado de mi presupuesto.
Sin embargo, salí de allí satisfecha y con el paquete envuelto en papel de
regalo.
Había
tenido que dar un rodeo para ir a la tienda, pero aún así llegué a la posada antes de lo habitual. Subí las escaleras hasta el primer piso, donde se
encontraba mi habitación, revolviendo en mi bolso en busca de las llaves. Sin
embargo me detuve en seco al llegar frente a la puerta. Acababa de descubrir
que no necesitaba las llaves: la puerta estaba entreabierta. Dejé mi bolso y el
paquete del regalo en el suelo y me acerqué a la puerta sin hacer ruido al
pisar y aguzando el oído, con el corazón en un puño.
Sintiendo
el pulso resonarme tras las orejas y con un enorme nudo en la garganta, empujé
ligeramente la puerta. Esta se abrió sin ruido, dejando a la vista el interior
de la estancia y, en medio de ella, un individuo de espaldas a mí que rebuscaba
en un cajón de la cómoda.
—¿Señor
Smith?
Belliisimo!! Bravo!!! Jajaja Mi piace molto. Me encanta :))
ResponderEliminarSiento mucho no haberme pasado antes. Veo que sigues como siempre, con fuerza. Me ha encantado :)
ResponderEliminar¿Qué querrá encontrar ese maldito tipo? ¬¬